Hay cosas que a uno se le graban a fuego, y, sobre todo cuando se aprenden de pequeño. Y entre esas cosas recuerdo la que fue una de las primeras normas de conducta que me transmitieron mis padres y mis abuelos. Señalar con el dedo está feo, me repetían.
Entiendo que en un niño era y es un gesto espontáneo, la mayor parte de las veces inocente e inofensivo, así que me pasé años cuestionándome esa prohibición. Yo protestaba, pero ellos me decían: «Es de mala educación».
Pero como todo evoluciona, y hoy, cosas de la vida, no solo no está mal visto, sino que los que la defienden sostienen que es una práctica formal de afirmación, que, lejos de ser un signo de mala educación, tiene que ver con un ejercicio de responsabilidad.
Es la mejor manera, según dicen, de que las sociedades evolucionen, de que se señale lo que está bien y lo que está mal. Y, oye, puede que hasta tengan razón.
Pero el problema viene cuando el que señala es un adulto, y ahí el gesto no suele ser espontáneo y, mucho menos aún, inocente ni, por supuesto, inofensivo.
Sobre todo, cuando el señalamiento es vía ‘online’, a través de redes sociales y va dirigido, con fines negativos, contra personas concretas. La práctica se ha extendido tanto que ha cogido el camino de una plaga.
Y así, amigos, día sí, día también, asistimos a los linchamientos virtuales, algunos tan descarados que literalmente te invitan al aquelarre. Antes se juntaban con palos y los iban a buscar a la casa para despellejar viva a la víctima.
Ahora, más civilizados, te facilitan el perfil de twitter o de instagram (siempre bajo la cobardía del anónimo), o la dirección digital de la empresa, según el caso, y se abre la veda para una bacanal impune de sangre y de odio. Y no hay derecho esto porque va bastante más lejos de la mala educación.